viernes, 13 de mayo de 2011

Estoy Muerto.-



Y un día abrís los ojos y no se siente lo mismo. Te despertaste pero sentís que seguís durmiendo. Tus pupilas ya no miran donde querés. Tus piernas no te llevan donde siempre. Tu corazón no late por lo mismo.
Tendrás la sensación de que todo cambió. Que tu habitación espera en la penumbra que el llanto llegue. Que los cuerpos perdidos encontraron su sitio. Y que aquella voz que te llamaba todas las mañanas calló para siempre.
Caminarás entonces errando cada paso, obviando cada sombra. Tardarás días, meses, tal vez años, en llegar donde antes te costaba solo minutos. Pero para tu ser desvencijado nada es demasiado, y será como todas las otras veces.
Cuando llegues finalmente donde todos los días, un cuerpo extraño estará esperándote. Y el espejo no te devolverá la misma imagen. Eso que fuiste que ya no es, aquel joven, aquella muchacha, aquel anciano, ya no quieren devolverte la mirada. En su lugar, una sensación amorfa ocupara el reflejo. Los azulejos, blancos, verdes, amarillos, en el espejo, enfrente tuyo… y la bruma. La bruma como una explosión tremenda y como todos tus pecados, sostendrá en su rostro un aviso. Tu reflejo te lo dice, tu reflejo nunca mintió y tampoco ahora.
Y entonces te das cuenta cuanto perdiste, cuanto obviaste, cuanto olvidaste. Rememorarás cada partida, cada despedida, cada pregunta, cada respuesta. Cada amor perdido y eso que nunca lograste. Hasta quizás, en el mejor de los casos, te arrepientas de todo lo malo. Muy probablemente llorarás, pegarás un grito, llenarás tu nuevo aire de por qué y de cómo pasó aquello. Pero finalmente, y convencido de que es mejor de todos modos, te rendirás ante esa imagen nunca antes vista. Esa imagen que sabías que llegaría. Esa imagen que esperabas ansioso, que te causó tanta curiosidad, esa misma que millones de veces alcanzo a tantos otros.
Vistiendo su mejor traje, tu nuevo reflejo trasmitirá un único mensaje. Y una sonrisa aparecerá en su nuevo rostro. Estoy muerto, dirá ese que nunca fuiste. Estoy muerto.

NOTA: Este cuento está basado en el cuadro de Clorindo Testa "Estoy Muerto".

viernes, 6 de mayo de 2011

Encierro.-



Horacio jugaba con la libertad. De grande, y de chiquito. Cuando era tan solo un bebé, tenía una cuna con barrotes, de la cual siempre quería escaparse. Ya de pequeño, lo encerraban en el baño si se portaba mal. El siempre se portaba mal, para escaparse del baño y sentirse libre nuevamente. Jugaba a las escondidas y siempre se metía en un placard, en el cual quedaba atrapado, hasta que algún adulto lo encontraba y podía abrirle la puerta. En el colegio, lo amonestaban, y lo mandaban a pasar todo el recreo en la sala de la vicedirectora, de la cual no podía huir, porque la vieja, de anteojos y lunar peludo, no le sacaba un ojo de encima. Pero se sentía libre cuando andaba por el patio, en la clase de gimnasia, con la pelota de fútbol delante de sus pies, corriendo como un antílope, volando como un águila, sintiéndose un superhéroe.
Llegó la adolescencia, y pasaba todos los fines de semana libre, en la esquina con los muchachos, en el club, en la calle, en algún zaguán besuqueándose con alguna compañerita de curso. Empezó a fumar y a salir a los bailes, donde se sentía libre, casi como un adulto. Recordó siempre con cariño aquella vez que papá le dio las llaves del Falcon bordó, con el que manejó por Avenida San Juan a noventa quilómetros por hora. Se sentía como pequeño, cuando jugaba a la pelota: como un antílope, como un águila, como un superhéroe. Esa tarde buscó a Mabel por su casa y, con el auto estacionado en una calle oscura, dejaron llegar la noche para dejar llegar también su primer relación sexual. Esa noche, fue preso de sensaciones, pero libre al llegar al orgasmo. También lo retuvieron unas horas en la comisaría, de regreso a su casa, por exceso de velocidad. Era la época de los militares, y fue papá quien le dio libertad, Dios mediante, de los fríos barrotes.
Con Mabel se pusieron de novios, uno, dos, tres años. Horacio cumplió los veintiuno y, con un buen trabajo en la empresa del padre, se fue a vivir solo. Llegarían así libres momentos de sentirse solo en el mundo, y agobiantes momentos de Mabel instalada en su casa.
Finalmente se casaron, y ahí perdió la libertad, creyó, para siempre. Sería preso por toda la eternidad, a ojos de Dios y del Registro Civil, de una mujer bajita de mirada  amenazante, pero que le decía que lo amaba.
Con el tiempo llegaron la hipoteca, y con ella, las horas extra. Fue preso de un trabajo casi esclavo, pero todo tendría su fin, y su fin lo tuvo el día que falleció su padre y le legó la empresa entera. Dueño de sus tiempos, preso de preocupaciones, cada día llegaba más tarde. Los años le habían traído dos hijos hermosos que lo apresaban aun más en su matrimonio, y sabremos qué lo llevó a tener una amante, que lo hacía sentirse libre más allá de que se supiese preso. Preso de Mabel, preso de los niños, preso de la empresa, preso de la sociedad.
Un día, consultó un psiquiatra. Se sentía muy nervioso. El médico le recetó clonazepam, una pastilla a la noche antes de dormir. Esa mismísima noche, Horacio se tomó todo el frasco. Quería, decidiendo su muerte, ser libre finalmente. No lo logró, pues Mabel lo encontró, tirado y medio borracho, en el living de su hermosa e hipotecada casa de Vicente Lopez. Lo internaron, primeramente en terapia intensiva, seguidamente en un loquero. Y fue preso por casi un mes. Fumaba un atado de cigarrillos por día, preso del vicio, preso de eternos pasillos franqueados por fuertes cerraduras. Cuando salió, armó sus valijas, y se fue de su casa.
Comenzó así una vida de pendeviejo. Salía todas las noches con viejos amigos piratas: alcohol, prostitutas, carcajadas. Se sentía libre, pero solo, muy solo. Tres años duró esa agonía enmascarada, hasta que terminó en la calle, preso de la locura pero libre de todo lo demás. Horacio, pisando los setenta años, recorrió Buenos Aires a piacere, hediento, haraposo, libre.
Un buen día, muchos meses después, su hija lo encontró en el barrio de Flores. No la reconoció. Ella vestía como la mujer empresaria que era. Le contó que Mabel había muerto de pena, años atrás. Lo recogió de la calle, lo bañó, lo alimentó, lo amó. Horacio no supo como sentirse: podía ser preso de la sociedad nuevamente, o libre de la indigencia por vez primera. Su hija, práctica, lo internó en un geriátrico, fue entonces que Horacio supo como sentirse: preso.
Pasaron los años, muchos años, entre partidas de dominó, visitas los domingos, pañales para adultos, arrugas y cabellos blancos. Cada día se sentía más frágil. Hasta que una noche, durmiendo plácidamente, Horacio se nos fue. Y así, en un lugar que desconocemos, en un nuevo plano de la existencia, terminó su encierro.-