viernes, 6 de mayo de 2011

Encierro.-



Horacio jugaba con la libertad. De grande, y de chiquito. Cuando era tan solo un bebé, tenía una cuna con barrotes, de la cual siempre quería escaparse. Ya de pequeño, lo encerraban en el baño si se portaba mal. El siempre se portaba mal, para escaparse del baño y sentirse libre nuevamente. Jugaba a las escondidas y siempre se metía en un placard, en el cual quedaba atrapado, hasta que algún adulto lo encontraba y podía abrirle la puerta. En el colegio, lo amonestaban, y lo mandaban a pasar todo el recreo en la sala de la vicedirectora, de la cual no podía huir, porque la vieja, de anteojos y lunar peludo, no le sacaba un ojo de encima. Pero se sentía libre cuando andaba por el patio, en la clase de gimnasia, con la pelota de fútbol delante de sus pies, corriendo como un antílope, volando como un águila, sintiéndose un superhéroe.
Llegó la adolescencia, y pasaba todos los fines de semana libre, en la esquina con los muchachos, en el club, en la calle, en algún zaguán besuqueándose con alguna compañerita de curso. Empezó a fumar y a salir a los bailes, donde se sentía libre, casi como un adulto. Recordó siempre con cariño aquella vez que papá le dio las llaves del Falcon bordó, con el que manejó por Avenida San Juan a noventa quilómetros por hora. Se sentía como pequeño, cuando jugaba a la pelota: como un antílope, como un águila, como un superhéroe. Esa tarde buscó a Mabel por su casa y, con el auto estacionado en una calle oscura, dejaron llegar la noche para dejar llegar también su primer relación sexual. Esa noche, fue preso de sensaciones, pero libre al llegar al orgasmo. También lo retuvieron unas horas en la comisaría, de regreso a su casa, por exceso de velocidad. Era la época de los militares, y fue papá quien le dio libertad, Dios mediante, de los fríos barrotes.
Con Mabel se pusieron de novios, uno, dos, tres años. Horacio cumplió los veintiuno y, con un buen trabajo en la empresa del padre, se fue a vivir solo. Llegarían así libres momentos de sentirse solo en el mundo, y agobiantes momentos de Mabel instalada en su casa.
Finalmente se casaron, y ahí perdió la libertad, creyó, para siempre. Sería preso por toda la eternidad, a ojos de Dios y del Registro Civil, de una mujer bajita de mirada  amenazante, pero que le decía que lo amaba.
Con el tiempo llegaron la hipoteca, y con ella, las horas extra. Fue preso de un trabajo casi esclavo, pero todo tendría su fin, y su fin lo tuvo el día que falleció su padre y le legó la empresa entera. Dueño de sus tiempos, preso de preocupaciones, cada día llegaba más tarde. Los años le habían traído dos hijos hermosos que lo apresaban aun más en su matrimonio, y sabremos qué lo llevó a tener una amante, que lo hacía sentirse libre más allá de que se supiese preso. Preso de Mabel, preso de los niños, preso de la empresa, preso de la sociedad.
Un día, consultó un psiquiatra. Se sentía muy nervioso. El médico le recetó clonazepam, una pastilla a la noche antes de dormir. Esa mismísima noche, Horacio se tomó todo el frasco. Quería, decidiendo su muerte, ser libre finalmente. No lo logró, pues Mabel lo encontró, tirado y medio borracho, en el living de su hermosa e hipotecada casa de Vicente Lopez. Lo internaron, primeramente en terapia intensiva, seguidamente en un loquero. Y fue preso por casi un mes. Fumaba un atado de cigarrillos por día, preso del vicio, preso de eternos pasillos franqueados por fuertes cerraduras. Cuando salió, armó sus valijas, y se fue de su casa.
Comenzó así una vida de pendeviejo. Salía todas las noches con viejos amigos piratas: alcohol, prostitutas, carcajadas. Se sentía libre, pero solo, muy solo. Tres años duró esa agonía enmascarada, hasta que terminó en la calle, preso de la locura pero libre de todo lo demás. Horacio, pisando los setenta años, recorrió Buenos Aires a piacere, hediento, haraposo, libre.
Un buen día, muchos meses después, su hija lo encontró en el barrio de Flores. No la reconoció. Ella vestía como la mujer empresaria que era. Le contó que Mabel había muerto de pena, años atrás. Lo recogió de la calle, lo bañó, lo alimentó, lo amó. Horacio no supo como sentirse: podía ser preso de la sociedad nuevamente, o libre de la indigencia por vez primera. Su hija, práctica, lo internó en un geriátrico, fue entonces que Horacio supo como sentirse: preso.
Pasaron los años, muchos años, entre partidas de dominó, visitas los domingos, pañales para adultos, arrugas y cabellos blancos. Cada día se sentía más frágil. Hasta que una noche, durmiendo plácidamente, Horacio se nos fue. Y así, en un lugar que desconocemos, en un nuevo plano de la existencia, terminó su encierro.-

No hay comentarios:

Publicar un comentario