jueves, 29 de diciembre de 2011

On/Off.-

Ella estaba acostumbrada a la adrenalina. No porque le gustaran los deportes extremos, porque viviese rodeada de drogas o lo que, cualquier abuela, llamaría "descontrol". No. Lo suyo era más bien genético. Venía de un abuelo materno adicto a las mujeres, allá por 1930, con trece hijos legítimos, de su esposa, y algunos más desparramados a lo largo y a lo ancho de su país. Todo un criollo. Su madre, a su vez, era jugadora. Lo había sido fuertemente a fines de siglo y hoy, por la segunda década del nuevo milenio, estaba más aplacada, ya pasando los sesenta años y los miles de pesos en deudas.
El tema entonces, era que ella comenzó a sentirse algo aburrida. Aburrida, sí, y hasta embotada. Desde que tenía recuerdo, su vida había sido una sucesión de relaciones fallidas, intensas. Las últimas dos habían finalizado, dramáticamente, con sus reiterados intentos de suicidio. Reiterados y fallidos, porque ella, ahora mismo, está en el cuarto, en el suyo, escuchándose cantar canciones tristes de letras escritas por esos días pero cantadas tanto tiempo después, y escribiendo éstas palabras.
Tenía, de repente, un trabajo "regular". Para ella, regular no quería decir más o menos bueno, sino más bien un trabajo como cualquier otro, un trabajo ordinario, un trabajo de esos que tienen cualquiera de los cuarenta millones de argentinos que poblan sus tierras fértiles. Tenía, a su vez, una familia y unos amigos sanos como ella, trabajadores como ella, más o menos enteros, como ella. Y había conseguido algo así como un novio, bah, que novio. Un chico que todos conocían, con el que hacía el amor apasionadamente varias veces por semana, un chico que le mandaba mensajes o la llamaba todos los días. Un chico que nunca le había preguntado querés ser mi novia, no, pero que ambos sabían que lo era bastante. Estaba leyendo un buen libro, podía componer, y se daba el lujo de escribir. Pero para ella, eso no era suficiente. No, para mí no lo era. No lo es, más bien. Porque hoy, jueves, el último del año antes de darle entrada al fin del mundo, yo, Zahira, me encuentro de madrugada, entendiendo que ni trabajo, ni casa, ni familia, ni amigos, ni música, ni letras, ni chico, ni nada en el mundo, pueden llenar ese vacío que domina a aquellos que alguna vez sentimos la adrenalina de estar al borde de la angustia, sumidos en el conflicto, desesperados, asustados, agobiados, arrastrados.. "Trapo sucio", le puse a la canción que escucho ahora, que compuse, que habla de alguien que no es más que yo misma pero alejada. Y acá estoy, a las cuatro de la mañana, tratando de entender como todo puede, de un momento al otro, ser nada. Porque hoy, Zahira, quien escribe, necesita un cambio.
Entonces, apaga su pc, y se va a dormir.-

viernes, 13 de mayo de 2011

Estoy Muerto.-



Y un día abrís los ojos y no se siente lo mismo. Te despertaste pero sentís que seguís durmiendo. Tus pupilas ya no miran donde querés. Tus piernas no te llevan donde siempre. Tu corazón no late por lo mismo.
Tendrás la sensación de que todo cambió. Que tu habitación espera en la penumbra que el llanto llegue. Que los cuerpos perdidos encontraron su sitio. Y que aquella voz que te llamaba todas las mañanas calló para siempre.
Caminarás entonces errando cada paso, obviando cada sombra. Tardarás días, meses, tal vez años, en llegar donde antes te costaba solo minutos. Pero para tu ser desvencijado nada es demasiado, y será como todas las otras veces.
Cuando llegues finalmente donde todos los días, un cuerpo extraño estará esperándote. Y el espejo no te devolverá la misma imagen. Eso que fuiste que ya no es, aquel joven, aquella muchacha, aquel anciano, ya no quieren devolverte la mirada. En su lugar, una sensación amorfa ocupara el reflejo. Los azulejos, blancos, verdes, amarillos, en el espejo, enfrente tuyo… y la bruma. La bruma como una explosión tremenda y como todos tus pecados, sostendrá en su rostro un aviso. Tu reflejo te lo dice, tu reflejo nunca mintió y tampoco ahora.
Y entonces te das cuenta cuanto perdiste, cuanto obviaste, cuanto olvidaste. Rememorarás cada partida, cada despedida, cada pregunta, cada respuesta. Cada amor perdido y eso que nunca lograste. Hasta quizás, en el mejor de los casos, te arrepientas de todo lo malo. Muy probablemente llorarás, pegarás un grito, llenarás tu nuevo aire de por qué y de cómo pasó aquello. Pero finalmente, y convencido de que es mejor de todos modos, te rendirás ante esa imagen nunca antes vista. Esa imagen que sabías que llegaría. Esa imagen que esperabas ansioso, que te causó tanta curiosidad, esa misma que millones de veces alcanzo a tantos otros.
Vistiendo su mejor traje, tu nuevo reflejo trasmitirá un único mensaje. Y una sonrisa aparecerá en su nuevo rostro. Estoy muerto, dirá ese que nunca fuiste. Estoy muerto.

NOTA: Este cuento está basado en el cuadro de Clorindo Testa "Estoy Muerto".

viernes, 6 de mayo de 2011

Encierro.-



Horacio jugaba con la libertad. De grande, y de chiquito. Cuando era tan solo un bebé, tenía una cuna con barrotes, de la cual siempre quería escaparse. Ya de pequeño, lo encerraban en el baño si se portaba mal. El siempre se portaba mal, para escaparse del baño y sentirse libre nuevamente. Jugaba a las escondidas y siempre se metía en un placard, en el cual quedaba atrapado, hasta que algún adulto lo encontraba y podía abrirle la puerta. En el colegio, lo amonestaban, y lo mandaban a pasar todo el recreo en la sala de la vicedirectora, de la cual no podía huir, porque la vieja, de anteojos y lunar peludo, no le sacaba un ojo de encima. Pero se sentía libre cuando andaba por el patio, en la clase de gimnasia, con la pelota de fútbol delante de sus pies, corriendo como un antílope, volando como un águila, sintiéndose un superhéroe.
Llegó la adolescencia, y pasaba todos los fines de semana libre, en la esquina con los muchachos, en el club, en la calle, en algún zaguán besuqueándose con alguna compañerita de curso. Empezó a fumar y a salir a los bailes, donde se sentía libre, casi como un adulto. Recordó siempre con cariño aquella vez que papá le dio las llaves del Falcon bordó, con el que manejó por Avenida San Juan a noventa quilómetros por hora. Se sentía como pequeño, cuando jugaba a la pelota: como un antílope, como un águila, como un superhéroe. Esa tarde buscó a Mabel por su casa y, con el auto estacionado en una calle oscura, dejaron llegar la noche para dejar llegar también su primer relación sexual. Esa noche, fue preso de sensaciones, pero libre al llegar al orgasmo. También lo retuvieron unas horas en la comisaría, de regreso a su casa, por exceso de velocidad. Era la época de los militares, y fue papá quien le dio libertad, Dios mediante, de los fríos barrotes.
Con Mabel se pusieron de novios, uno, dos, tres años. Horacio cumplió los veintiuno y, con un buen trabajo en la empresa del padre, se fue a vivir solo. Llegarían así libres momentos de sentirse solo en el mundo, y agobiantes momentos de Mabel instalada en su casa.
Finalmente se casaron, y ahí perdió la libertad, creyó, para siempre. Sería preso por toda la eternidad, a ojos de Dios y del Registro Civil, de una mujer bajita de mirada  amenazante, pero que le decía que lo amaba.
Con el tiempo llegaron la hipoteca, y con ella, las horas extra. Fue preso de un trabajo casi esclavo, pero todo tendría su fin, y su fin lo tuvo el día que falleció su padre y le legó la empresa entera. Dueño de sus tiempos, preso de preocupaciones, cada día llegaba más tarde. Los años le habían traído dos hijos hermosos que lo apresaban aun más en su matrimonio, y sabremos qué lo llevó a tener una amante, que lo hacía sentirse libre más allá de que se supiese preso. Preso de Mabel, preso de los niños, preso de la empresa, preso de la sociedad.
Un día, consultó un psiquiatra. Se sentía muy nervioso. El médico le recetó clonazepam, una pastilla a la noche antes de dormir. Esa mismísima noche, Horacio se tomó todo el frasco. Quería, decidiendo su muerte, ser libre finalmente. No lo logró, pues Mabel lo encontró, tirado y medio borracho, en el living de su hermosa e hipotecada casa de Vicente Lopez. Lo internaron, primeramente en terapia intensiva, seguidamente en un loquero. Y fue preso por casi un mes. Fumaba un atado de cigarrillos por día, preso del vicio, preso de eternos pasillos franqueados por fuertes cerraduras. Cuando salió, armó sus valijas, y se fue de su casa.
Comenzó así una vida de pendeviejo. Salía todas las noches con viejos amigos piratas: alcohol, prostitutas, carcajadas. Se sentía libre, pero solo, muy solo. Tres años duró esa agonía enmascarada, hasta que terminó en la calle, preso de la locura pero libre de todo lo demás. Horacio, pisando los setenta años, recorrió Buenos Aires a piacere, hediento, haraposo, libre.
Un buen día, muchos meses después, su hija lo encontró en el barrio de Flores. No la reconoció. Ella vestía como la mujer empresaria que era. Le contó que Mabel había muerto de pena, años atrás. Lo recogió de la calle, lo bañó, lo alimentó, lo amó. Horacio no supo como sentirse: podía ser preso de la sociedad nuevamente, o libre de la indigencia por vez primera. Su hija, práctica, lo internó en un geriátrico, fue entonces que Horacio supo como sentirse: preso.
Pasaron los años, muchos años, entre partidas de dominó, visitas los domingos, pañales para adultos, arrugas y cabellos blancos. Cada día se sentía más frágil. Hasta que una noche, durmiendo plácidamente, Horacio se nos fue. Y así, en un lugar que desconocemos, en un nuevo plano de la existencia, terminó su encierro.-

viernes, 29 de abril de 2011

El Arroyo de las Vacas.-



El agua estaba tranquila. Calmada. Apaciguada. El sol se reflejaba en sus apenas perceptibles ondas, que se alteraban únicamente por el revoltijo del motor de la lancha. El canal era angosto, de apenas ocho o diez metros. A ambos lados, frondosa vegetación silvestre obraba de división entre las marrones aguas y el celeste, celestísimo cielo de fines de enero.
Había algo en ese río que a Patricia le resultaba familiar, aunque fuese la primera vez que lo recorría, invitada por esos tres personas que la acompañaban en la lancha, personas que apenas conocía pero que, intuía, formarían parte de su vida por un largo tiempo. Tal vez haya sido un dejo de nostalgia que la trasladaba a su infancia, cuando su padre la llevaba en botes de madera a practicar remo en los canales de Tigre, en su no tan lejana Buenos Aires, con la esperanza que algún día lo sorprendiese encabezando una regata. Tal vez, las gotas que salpicaban sus brazos y su rostro joven de porcelana eran las mismas que alguna vez salpicasen sus finos labios, en el río Sarmiento. Gotas traídas por algún temporal, o por el mismísimo Río de la Plata, durante eternos oleajes de catamaranes y yates.
Pensaba todo esto Patricia, mientras el ronroneo de los motores de la lancha se confundía con el penar angustioso de las chicharras que, escondidas en alguna altísima rama, la observaban con sorpresa y cierto temor. Pensaba también en el viento que despeinaba su flequillo, que minutos antes, cuidadosamente, había acomodado hacia un costado. Estaba callada, observando el deleite de colores y aromas que le regalaba el arroyo. Fue entonces que vio como éste se abría en dos ramales prácticamente iguales. Sin dudarlo, quien ostentaba de reciente novio, giró el volante de la lancha hasta encauzarla en el ramal izquierdo, sin inmutarse ni detenerse un segundo siquiera.
- ¿Qué hay hacia el otro lado? - preguntó Patricia.
- Nada - respondió su amado, con sus ojos redondos y verdes - el caudal sigue, pero se vuelve muy estrecho. Apenas unos metros más adelante es imposible continuar avanzando. - y siguió, tranquilo, con la mirada hacia el frente cual perro de agua.
Patricia quedó, curiosa como era, pendiente de aquella puerta que se le abría pero que habían ignorado.
Llegaron casi un cuarto de hora más tarde al destino, un cúmulo de grandes rocas grises como elefantes, que retozaban en el medio del canal. Hacían de improvisado descanso. Amarraron la lancha en una saliente y descendieron. El agua era clara, pero el fondo era oscuro, de tierra arcillosa. Pequeñas mojarras nadaban agrupadas, y se deslizaban entre las rojas uñas pintadas de Patricia. Era casi mediodía y el sol picaba en las cabezas de los cuatro navegantes. Nadaron en el refrescante regalo que les ofrecía el arroyo uruguayo, un oasis alejado de la crisis de las grandes ciudades y las incipientes neurosis. Cuando el estómago empezó a crujir de hambre, emprendieron el regreso por el mismo camino que habían llegado. Contenta, Patricia cerró los ojos y se dejó embeber por la bocanada de aire fresco que el río le ofrecía. Y fue ahí que lo vio, claro.
Una fotografía invadió su retina, aún debajo de sus párpados, tan claro y vívido como si estuviese inmersa en esa imagen. Estaba en el arroyo, pero éste era estrecho como un pasillo, y oscuro. El cielo se encontraba oculto por arboladas verde esmeralda, y montones de ramas secas de árboles muertos. Ella estaba sola, suspendida en el aire, apenas a un pie del espejo del agua estancada. Del ramal bajaban, sigilosas, cientos de arañas, y ella, empapada en sudor frío, miraba lejos. De repente, estruendosa, una tormenta se desató en su cabeza, y el agua se volvió un remolino incontrolable de hojas caídas y troncos. A lo lejos, vio acercarse una masa gigante, oscura. Se acercaba a ella sigilosa e inmutable, arrastrada por la correntada, hasta que fue tomando forma animal. Una enorme vaca muerta, que pasó por debajo de sus pies inmóviles, acariciando con su encrespado pelaje la punta de sus dedos. Tenía los ojos abiertos y la miraba, acusadoramente, fijamente, siniestramente. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Abrió los ojos, asfixiada.
Al mirar, vio como se disipaban en la lejanía los dos ramales del arroyo. Sentía que la llamaban a volver, a internarse en sus misterios, a perderse en su eternidad.
Al llegar al pueblo, almorzaron todos juntos. Su novio le contó a los demás comensales que esa tarde habían recorrido el llamado Arroyo de las Vacas.
Al día siguiente, Patricia regresó a Buenos Aires.

viernes, 22 de abril de 2011

Sarmiento.-



Sarmiento era encargado de escuela. Casualmente, de la "Escuela Modelo Sarmiento". Nació en el barrio de Flores, en el hospital Álvarez, y a sus dos días de vida fue trasladado junto a su madre al antiguo edificio de paredes manchadas y olor a humedad que obraría de casa hasta el día de nuestro relato. Creció entre recreos bulliciosos y fines de semana silenciosos, entre mate cocido con leche y galletitas Manón. Su madre, la antigua encargada, lo consintió en la medida justa para que, de adulto, fuese una persona responsable y feliz, y aún mas adulto, se hiciese cargo de la portería, y con ello, de la alegría de la escuela.
Esa tarde fría de invierno, en pleno receso vacacional, estaba secando el patio de agua de lluvia. La tormenta de la noche anterior había dejado las antiguas baldosas embebidas en agua de nubes. Fue entonces que lo oyó: un leve chistido, ocasionalmente interrumpido; un ronroneante murmullo. Una cigarra urbana cantando en pleno cemento, un ensordecedor y a la vez casi imperceptible sonido.
Sarmiento, trapo en mano, se detuvo. Quiso identificar la fuente de ese enervante ruido. Comenzó su búsqueda entre las plantas del patio, siguió por los pupitres, las rendijas de puertas y ventanas, luego los libros de la biblioteca, el esqueleto del laboratorio, los mapas de la mapoteca, la juntura de los verdes azulejos de los baños y de los marrones tablones de madera del escenario, el telón grueso y colorado, y finalmente el escritorio de la directora. Pasó, en principio, minutos, que se convirtieron en horas y días de dos largas semanas. Por momentos el ronroneo cesaba, pero volvía más tarde para aturdirlo nuevamente. No podía dormir en las noches ni tomar mates en las mañanas. Sarmiento dedicó todo su tiempo a encontrar el por qué de ese desesperante ruido.
Una noche, rendido, fue a su cuarto, dispuesto a vencerse en su cama. Prendió la luz, presionando velozmente el interruptor, y oyó, más fuerte que nunca, el ensordecedor sonido, seguido de un eterno silencio, y luego la oscuridad.
Fue entonces que Sarmiento lo entendió: esa insistente cigarra, ese eco, ese murmullo, no era más que el foco de su habitación. Lo había perseguido por tanto tiempo.

*

Cuentan en Flores de un encargado con nombre de prócer que mantiene su escuela en penumbras. Los niños le temen, pero también lo adoran. Sus ojos, muestran paz.-

viernes, 15 de abril de 2011

El Cigarro.-


Estaba sentada en un banco de plaza, blanco y negro, solo que este banco no estaba en ninguna plaza. Estaba en un patio de baldosas marrones y canteros con plantas, cercado por cuatro paredes, tres de ellas claras, y la cuarta simulaba un paisaje de bosque, con árboles, rocas y un río. El cielo se veía a través de las rejas. Un cielo negro sin una sola estrella. Ella estaba fumando un cigarrillo. Sentía que no había ruido alguno, aunque del interior de la clínica se escuchaban voces y música. Pero para Ella, la única música era su propio silencio interior. Miro hacia arriba, y vio pasar un avión, lento, recto, macizo. Un avión que traería algunas historias. Con el cigarrillo en la mano, imaginó una de ellas. Una historia de amor.
Sonia y Martín no se conocían. No aún, pero el destino los juntaría. Sonia viajaba en avión. Venia de subir el Cerro Uritorco, en Córdoba, y sentía mucha paz. Había llegado a la cima para ver el amanecer, con otras doce personas que nunca había visto en su vida, y que nunca más vería. Todavía estaba impresionada por la magnitud de los cerros, por lo pequeña que se veía la ciudad de Capilla del Monte desde allí, alto, lo minúsculo que resultaba el lago, y lo importante de aquella cruz que aguardaba ofrendas arriba, tan arriba, tan cerca del cielo. Viajaba dormida, sabiendo que en pocas horas estaría en su casa, con sus tazas de café blancas, su sillón de almohadones amarillos y rojos, y su pared empapelada en mandalas. Martín tenía ojos celestes, y caminaba encorvado, como un novio que Sonia había tenido alguna vez, un novio que la dejó quitándole las ganas de vivir y debiéndole trescientos dólares. Pero Martín era distinto. Usaba ambo celeste, y sus ojos eran del mismo color, pero profundo, profundísimo. Sabía medicar a la gente para curarle los males del alma. Al menos, así explicaba su profesión. Su paso era lánguido, como él mismo. Siempre había llevado esa languidez encima, como quien que no va hacia ninguna parte, pero que conoce el camino.
Esa tarde tenía un compromiso. Un trámite que hacer en Ciudad Universitaria, un analítico, un título, no es de importancia. Era un simple papel que lo aguardaba. Pero el trámite se hizo largo, la tarde se hizo corta, y después de corta se hizo noche. Desde Ciudad, tomó el 33, y eligió un asiento del lado contrario al rio. Pensó que ver un poco de agua ese día era mala idea, y pensó también que la imagen del Club de Pescadores, aunque durase solo unos segundos, lo llenaría de recuerdos de su padre. Recuerdos dolorosos que no estaba listo para enfrentar.
Sonia aguardaba ya sus valijas. Su novio la esperaría, al menos eso le había dicho cuando lo llamó, antes de salir. Pasaron valijas tan variadas como sus dueños: de cuero, rosadas, bolsones, canastos. Llegó la de ella, beige, delicada, puntillosa. Tal cual como era Sonia. La recogió y la arrastró por todo el Aeroparque, hasta la salida de luces violetas. Se sentó en la acera y prendió un cigarrillo rubio, a esperar. Y ahí fue cuando sucedió.
Martín y Sonia, distraídos, levantaron la vista. Y sus ojos se cruzaron por apenas un instante. Sintieron como se les llenaba el pecho, como se trababa la garganta, como faltaba el aire. Y por ese minúsculo instante, se amaron.
El colectivo siguió su rumbo. Martín quedo pensativo, al igual que Sonia, quien quedo inmóvil, con el cigarrillo en la mano. En otro lugar de la ciudad, en ese mismísimo momento, Ella, una mujer encerrada, pensaba esta historia, con el cigarrillo consumido entre sus dedos. Igual que Sonia.-

viernes, 8 de abril de 2011

El Yeso.-



La forma en que sucedió fue, al menos, bastante tonta. María estaba apurada para llegar a su trabajo, sin embargo dejó pasar el primer colectivo intuyendo que, el que venía tan solo una cuadra atrás, vendría mas vacío y, por lo tanto, andaría más aprisa. Lo único que quería en ese momento era viajar rápido y sentada. Esa decisión, entendería más adelante, marcaría el camino del resto de sus días.
Lo que sucedió fue lo siguiente: al aproximarse el segundo colectivo, levantó el brazo con determinación, lista para detenerlo y subirse, pero el vehículo, tal vez por elección del conductor, o tal vez a causa de su incipiente ceguera, siguió de largo. Fue entonces que María, con el ceño fruncido,  y aún más decidida que antes, levantó el pie derecho dispuesta a correr, sin saber que, al bajarlo, caería torcido, con sus setenta quilos de mujer voluminosa. El grito que pegó fue ahogado, el dolor punzante. Se subió alarmada a un taxi, para encontrarse tan solo unos minutos más tarde en el hospital Álvarez, donde le harían una placa determinante.
- Fractura, - dijo el médico, observando las relampagueantes radiografías - hay que enyesar.
Nunca se había fracturado en su vida. En principio, María se sintió muy divertida por la situación. Pensó en el mes de reposo que le esperaba, lejos de su agotador trabajo, las calles de la ciudad agobiantes, los colectivos llenos de gente. Mientras el médico rodeaba su larga y pálida pierna con gasa embebida en yeso, más pálido aún, se regocijaba pensando que durante todo febrero y parte de marzo estaría tranquila, sola, y descansada.
Llegó a su casa casi en la noche. Soplaba un viento cálido del norte. En su vereda de barrio porteño algunos críos jugaban con pomos de espuma y bombas de agua, homenajeando los carnavales. María abrió la puerta con dificultad, sosteniendo el peso en el pié izquierdo, y el bolso, las muletas y el paraguas con la mano derecha. Entró saltando, cerró la puerta, y se apoyó de espaldas a ella. Cerró los ojos y emitió un largo y sonoro suspiro, al tiempo que se dibujó una plácida sonrisa en su rostro.
Esa noche apareció el primer inconveniente. Su casa, herencia familiar, era amplia, de cuartos eternos y techos lejanos, llena de escaleras y recovecos, de muebles invasivos y pesadas alfombras. Entendió, entonces, que movilizarse iba a ser un problema, sobre todo a su cuarto, situado en la parte superior del inmueble. Decidió, entonces, que el sillón de la sala era buena opción para dormir los próximos días, al menos hasta acostumbrarse a las muletas o conseguir quien pudiera cuidarla. Cenó un pan con manteca y dos salchichas que pudo cocinarse. Se durmió mirando un canal de aire, descalza y con el yeso apoyado en la mesa ratona.
Soñó que reptaba por un túnel oscuro. No tenía piernas, y sus brazos estaban podridos, llenos de costras y sangre seca. Reptaba cada vez más rápido, tal vez esperando ver una luz al final del túnel, pero éste se hacía cada vez más y más estrecho, hasta que quedaba atrapada, y se asfixiaba en el olor a podredumbre que emanaban sus brazos.
Despertó a media mañana, inmensa en la oscuridad aún del cuarto. Las cortinas estaban corridas y pasaba apenas una rendija de luz. Sentía en el ambiente un olor fuerte, muy fuerte. Corrió como pudo las cortinas, abrió las ventanas que daban a la galería y tiró un poco de perfume. Se tiró un poco encima también, al tiempo que decidió que ese día no tomaría ningún baño. Nadie iba a verla, por lo tanto no sintió que fuese un esfuerzo merecedor.
Continuó disfrutando de su libertad relativa. Su alegría desapareció a media tarde, mientras miraba una novela de origen centroamericano, al darse cuenta que por primera vez en la vida contaba con el tiempo para hacer absolutamente lo que desease, pero estaba limitada por su disminución física. Ese día comió una banana, medio paquete de galletitas Manón y dos vasos de agua. Miró mucha tele y durmió de a pequeños intervalos. Se despertaba acalorada y con el yeso que ejercía presión en su fractura, y picazón en su pierna. Deseó profundamente tener una aguja de tejer a mano, pero recordó con profunda pena que estaban guardadas en una caja arriba de su placard.
Así pasó una semana, pero María nunca lo supo. El tiempo para ella se detuvo entre huevos duros y Criollitas, entre programas de chimentos y noticieros, entre sueños turbadores y despertares acalorados. Fumó alarmantemente, hasta que se quedó sin cigarrillos. La luz había comenzado a picarle los ojos, así que decidió dejar la ventana cerrada permanentemente. El pelo se le había engrasado, los dedos de sus pies estaban pegajosos y olorosos, sus axilas desprendían un aroma que le recordaba al café molido. Se sentía más delgada, la ropa le holgaba por todos lados. Los víveres se terminaban y la basura se acumulaba. Y fue en la medianoche del octavo día, adormilada, encorvada y dolorida, que recordó que había faltado al control de su yeso. Pensó que, al despertar, pediría ayuda a su hermana Guadalupe, y finalmente se durmió.
Soñó que estaba metida en una pequeña cueva. Hacía mucho frío, pero la pierna le ardía. La miró, y vio un yeso negro de escamas que le llegaba a la rodilla. Al mirar más detenidamente, se aterrorizó. Cientos de gusanos blancos se arrastraban sobre su pierna. Desesperada, intentó arrancárselo, pero donde tocaba el yeso la piel sana se contagiaba, y ahí aparecía un nuevo yeso. Luchó, hasta quedar completamente cubierta, con el cuerpo ardiente y gusanos que se metían por su boca y sus ojos. Despertó gritando y llorando, y no pudo dormir más.
Cuando esa mañana se acercó, saltando, hacia la cocina, notó algo raro. El olor hediento había aumentado. Miró la bolsa de basura, y un escalofrío le recorrió la espalda. Sobre la negra bolsa, unos diminutos gusanos se arrastraban, pero al acercarse ella aún más para observarlos más profundamente, se quedaron quietos. Sintió que la estaban observando. Horrorizada, saltó lo más rápido que pudo hacia el teléfono, y marcó el número de su hermana, sin percatarse que el aparato estaba mudo. Se puso a llorar, recordando que no había pagado la factura. Tampoco lo había hecho con el gas, la luz, el agua. Tarde o temprano le cortarían todos los servicios, y ella quedaría sumida en la oscuridad, en la sed, y en el hambre.
Lloró, junto al teléfono, casi media hora. El cielo, nublado. había dejado caer algunas gotas, que luego se convertirían en grandes gotones, que darían lugar a piedras de granizo. La temperatura bajó, en esos escasos minutos, más de diez grados. María reaccionó, sabiendo que nadie haría las cosas por ella. Muleta en mano, fue nuevamente hacia la cocina, ató con arcadas la bolsa putrefacta, y se encaminó hacia la puerta. Buscaría a algún vecino y le pediría que llame a su hermana. Necesitaba ayuda. Y en el afán de llegar rápidamente a la puerta, no vio el agua que había entrado por una hendija de la ventana, resbaló estruendosamente, y se golpeó la cabeza con la punta de la mesa ratona. Perdió el conocimiento, y no supo nada más.



*


Guadalupe dejó a sus dos críos en el colegio y, mientras conducía su coche por la avenida Nazca, se preguntaba qué sería de la vida de su hermana. Hacía, al menos, un mes que no tenía noticias de ella. Al llegar a la intersección con la vía, de eterna barrera baja, tomó el celular y la llamó a su oficina. Preguntó por ella, pero la recepcionista, alarmada y confundida, le indicó que hacía unas semanas que no se presentaba en su lugar de trabajo. El gerente estaba furioso y, sospechaba, ya le habría mandado el telegrama acusándola de abandono de trabajo. Guadalupe se sintió sorprendida y algo preocupada. Sin embargo, siempre sintió que la recepcionista era bastante despistada; lo más probable era que estuviese confundiendo a su hermana con alguien más. Así y todo, al levantarse la barrera, dobló a su derecha y se encaminó hacia el bajo Flores, a la casa familiar en el barrio municipal.
Al llegar, la casa le transmitió inseguridad. Se veía tenebrosa, con sus largas ventanas cerradas. Tocó el timbre dos veces, como era su costumbre, y aguardó. Aguardó por un eterno minuto, y volvió a tocar, esta vez por un poco más de tiempo. Siguió aguardando. Llamó entonces al número de María, para oír a la operadora diciendo que estaba temporalmente inhabilitado. Volvió a insistir y, mientras lo hacía, vio el buzón, rebosante de facturas y volantes publicitarios. Se alarmó. Y lo hizo aún más al sentir como del interior, una bruma pestilente se escapaba por las rendijas.
Dos horas más tarde, un laborioso cerrajero destrabó la puerta, que se abrió con un chirrido. La bruma salió, avasallante y penetrante, invadiendo las narices del buen hombre y de Guadalupe. La casa estaba oscura, con la televisión encendida en una susurrante lluvia. El piso estaba pegajoso. Y en el centro de la habitación, junto al sillón y a la mesa ratona, María, delgada como un esqueleto, se encontraba desparramada en una extraña posición. Ella entera desprendía la bruma a podredumbre. Con arcadas, Guadalupe se acercó para observarla mejor, y al verla, se apartó y vomitó estruendosamente.



*


Se dice en los pasajes del barrio municipal de Flores que, en una de las casas de cuartos eternos y techos lejanos, una mujer fue encontrada muerta en la oscuridad. Tenía el rostro desencajado e hinchado, los ojos abiertos como dos globos, y la cabeza partida. Su cuerpo, retorcido, descansaba en un pegajoso charco de sangre y basura. Tenía las manos negras, llenas de costras de mugre y sangre seca. Y en la pierna, hasta la rodilla, negro, lleno de escamas y cubierto por gusanos blancos, un yeso.-