viernes, 29 de abril de 2011

El Arroyo de las Vacas.-



El agua estaba tranquila. Calmada. Apaciguada. El sol se reflejaba en sus apenas perceptibles ondas, que se alteraban únicamente por el revoltijo del motor de la lancha. El canal era angosto, de apenas ocho o diez metros. A ambos lados, frondosa vegetación silvestre obraba de división entre las marrones aguas y el celeste, celestísimo cielo de fines de enero.
Había algo en ese río que a Patricia le resultaba familiar, aunque fuese la primera vez que lo recorría, invitada por esos tres personas que la acompañaban en la lancha, personas que apenas conocía pero que, intuía, formarían parte de su vida por un largo tiempo. Tal vez haya sido un dejo de nostalgia que la trasladaba a su infancia, cuando su padre la llevaba en botes de madera a practicar remo en los canales de Tigre, en su no tan lejana Buenos Aires, con la esperanza que algún día lo sorprendiese encabezando una regata. Tal vez, las gotas que salpicaban sus brazos y su rostro joven de porcelana eran las mismas que alguna vez salpicasen sus finos labios, en el río Sarmiento. Gotas traídas por algún temporal, o por el mismísimo Río de la Plata, durante eternos oleajes de catamaranes y yates.
Pensaba todo esto Patricia, mientras el ronroneo de los motores de la lancha se confundía con el penar angustioso de las chicharras que, escondidas en alguna altísima rama, la observaban con sorpresa y cierto temor. Pensaba también en el viento que despeinaba su flequillo, que minutos antes, cuidadosamente, había acomodado hacia un costado. Estaba callada, observando el deleite de colores y aromas que le regalaba el arroyo. Fue entonces que vio como éste se abría en dos ramales prácticamente iguales. Sin dudarlo, quien ostentaba de reciente novio, giró el volante de la lancha hasta encauzarla en el ramal izquierdo, sin inmutarse ni detenerse un segundo siquiera.
- ¿Qué hay hacia el otro lado? - preguntó Patricia.
- Nada - respondió su amado, con sus ojos redondos y verdes - el caudal sigue, pero se vuelve muy estrecho. Apenas unos metros más adelante es imposible continuar avanzando. - y siguió, tranquilo, con la mirada hacia el frente cual perro de agua.
Patricia quedó, curiosa como era, pendiente de aquella puerta que se le abría pero que habían ignorado.
Llegaron casi un cuarto de hora más tarde al destino, un cúmulo de grandes rocas grises como elefantes, que retozaban en el medio del canal. Hacían de improvisado descanso. Amarraron la lancha en una saliente y descendieron. El agua era clara, pero el fondo era oscuro, de tierra arcillosa. Pequeñas mojarras nadaban agrupadas, y se deslizaban entre las rojas uñas pintadas de Patricia. Era casi mediodía y el sol picaba en las cabezas de los cuatro navegantes. Nadaron en el refrescante regalo que les ofrecía el arroyo uruguayo, un oasis alejado de la crisis de las grandes ciudades y las incipientes neurosis. Cuando el estómago empezó a crujir de hambre, emprendieron el regreso por el mismo camino que habían llegado. Contenta, Patricia cerró los ojos y se dejó embeber por la bocanada de aire fresco que el río le ofrecía. Y fue ahí que lo vio, claro.
Una fotografía invadió su retina, aún debajo de sus párpados, tan claro y vívido como si estuviese inmersa en esa imagen. Estaba en el arroyo, pero éste era estrecho como un pasillo, y oscuro. El cielo se encontraba oculto por arboladas verde esmeralda, y montones de ramas secas de árboles muertos. Ella estaba sola, suspendida en el aire, apenas a un pie del espejo del agua estancada. Del ramal bajaban, sigilosas, cientos de arañas, y ella, empapada en sudor frío, miraba lejos. De repente, estruendosa, una tormenta se desató en su cabeza, y el agua se volvió un remolino incontrolable de hojas caídas y troncos. A lo lejos, vio acercarse una masa gigante, oscura. Se acercaba a ella sigilosa e inmutable, arrastrada por la correntada, hasta que fue tomando forma animal. Una enorme vaca muerta, que pasó por debajo de sus pies inmóviles, acariciando con su encrespado pelaje la punta de sus dedos. Tenía los ojos abiertos y la miraba, acusadoramente, fijamente, siniestramente. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Abrió los ojos, asfixiada.
Al mirar, vio como se disipaban en la lejanía los dos ramales del arroyo. Sentía que la llamaban a volver, a internarse en sus misterios, a perderse en su eternidad.
Al llegar al pueblo, almorzaron todos juntos. Su novio le contó a los demás comensales que esa tarde habían recorrido el llamado Arroyo de las Vacas.
Al día siguiente, Patricia regresó a Buenos Aires.

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