viernes, 15 de abril de 2011

El Cigarro.-


Estaba sentada en un banco de plaza, blanco y negro, solo que este banco no estaba en ninguna plaza. Estaba en un patio de baldosas marrones y canteros con plantas, cercado por cuatro paredes, tres de ellas claras, y la cuarta simulaba un paisaje de bosque, con árboles, rocas y un río. El cielo se veía a través de las rejas. Un cielo negro sin una sola estrella. Ella estaba fumando un cigarrillo. Sentía que no había ruido alguno, aunque del interior de la clínica se escuchaban voces y música. Pero para Ella, la única música era su propio silencio interior. Miro hacia arriba, y vio pasar un avión, lento, recto, macizo. Un avión que traería algunas historias. Con el cigarrillo en la mano, imaginó una de ellas. Una historia de amor.
Sonia y Martín no se conocían. No aún, pero el destino los juntaría. Sonia viajaba en avión. Venia de subir el Cerro Uritorco, en Córdoba, y sentía mucha paz. Había llegado a la cima para ver el amanecer, con otras doce personas que nunca había visto en su vida, y que nunca más vería. Todavía estaba impresionada por la magnitud de los cerros, por lo pequeña que se veía la ciudad de Capilla del Monte desde allí, alto, lo minúsculo que resultaba el lago, y lo importante de aquella cruz que aguardaba ofrendas arriba, tan arriba, tan cerca del cielo. Viajaba dormida, sabiendo que en pocas horas estaría en su casa, con sus tazas de café blancas, su sillón de almohadones amarillos y rojos, y su pared empapelada en mandalas. Martín tenía ojos celestes, y caminaba encorvado, como un novio que Sonia había tenido alguna vez, un novio que la dejó quitándole las ganas de vivir y debiéndole trescientos dólares. Pero Martín era distinto. Usaba ambo celeste, y sus ojos eran del mismo color, pero profundo, profundísimo. Sabía medicar a la gente para curarle los males del alma. Al menos, así explicaba su profesión. Su paso era lánguido, como él mismo. Siempre había llevado esa languidez encima, como quien que no va hacia ninguna parte, pero que conoce el camino.
Esa tarde tenía un compromiso. Un trámite que hacer en Ciudad Universitaria, un analítico, un título, no es de importancia. Era un simple papel que lo aguardaba. Pero el trámite se hizo largo, la tarde se hizo corta, y después de corta se hizo noche. Desde Ciudad, tomó el 33, y eligió un asiento del lado contrario al rio. Pensó que ver un poco de agua ese día era mala idea, y pensó también que la imagen del Club de Pescadores, aunque durase solo unos segundos, lo llenaría de recuerdos de su padre. Recuerdos dolorosos que no estaba listo para enfrentar.
Sonia aguardaba ya sus valijas. Su novio la esperaría, al menos eso le había dicho cuando lo llamó, antes de salir. Pasaron valijas tan variadas como sus dueños: de cuero, rosadas, bolsones, canastos. Llegó la de ella, beige, delicada, puntillosa. Tal cual como era Sonia. La recogió y la arrastró por todo el Aeroparque, hasta la salida de luces violetas. Se sentó en la acera y prendió un cigarrillo rubio, a esperar. Y ahí fue cuando sucedió.
Martín y Sonia, distraídos, levantaron la vista. Y sus ojos se cruzaron por apenas un instante. Sintieron como se les llenaba el pecho, como se trababa la garganta, como faltaba el aire. Y por ese minúsculo instante, se amaron.
El colectivo siguió su rumbo. Martín quedo pensativo, al igual que Sonia, quien quedo inmóvil, con el cigarrillo en la mano. En otro lugar de la ciudad, en ese mismísimo momento, Ella, una mujer encerrada, pensaba esta historia, con el cigarrillo consumido entre sus dedos. Igual que Sonia.-

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