viernes, 8 de abril de 2011

El Yeso.-



La forma en que sucedió fue, al menos, bastante tonta. María estaba apurada para llegar a su trabajo, sin embargo dejó pasar el primer colectivo intuyendo que, el que venía tan solo una cuadra atrás, vendría mas vacío y, por lo tanto, andaría más aprisa. Lo único que quería en ese momento era viajar rápido y sentada. Esa decisión, entendería más adelante, marcaría el camino del resto de sus días.
Lo que sucedió fue lo siguiente: al aproximarse el segundo colectivo, levantó el brazo con determinación, lista para detenerlo y subirse, pero el vehículo, tal vez por elección del conductor, o tal vez a causa de su incipiente ceguera, siguió de largo. Fue entonces que María, con el ceño fruncido,  y aún más decidida que antes, levantó el pie derecho dispuesta a correr, sin saber que, al bajarlo, caería torcido, con sus setenta quilos de mujer voluminosa. El grito que pegó fue ahogado, el dolor punzante. Se subió alarmada a un taxi, para encontrarse tan solo unos minutos más tarde en el hospital Álvarez, donde le harían una placa determinante.
- Fractura, - dijo el médico, observando las relampagueantes radiografías - hay que enyesar.
Nunca se había fracturado en su vida. En principio, María se sintió muy divertida por la situación. Pensó en el mes de reposo que le esperaba, lejos de su agotador trabajo, las calles de la ciudad agobiantes, los colectivos llenos de gente. Mientras el médico rodeaba su larga y pálida pierna con gasa embebida en yeso, más pálido aún, se regocijaba pensando que durante todo febrero y parte de marzo estaría tranquila, sola, y descansada.
Llegó a su casa casi en la noche. Soplaba un viento cálido del norte. En su vereda de barrio porteño algunos críos jugaban con pomos de espuma y bombas de agua, homenajeando los carnavales. María abrió la puerta con dificultad, sosteniendo el peso en el pié izquierdo, y el bolso, las muletas y el paraguas con la mano derecha. Entró saltando, cerró la puerta, y se apoyó de espaldas a ella. Cerró los ojos y emitió un largo y sonoro suspiro, al tiempo que se dibujó una plácida sonrisa en su rostro.
Esa noche apareció el primer inconveniente. Su casa, herencia familiar, era amplia, de cuartos eternos y techos lejanos, llena de escaleras y recovecos, de muebles invasivos y pesadas alfombras. Entendió, entonces, que movilizarse iba a ser un problema, sobre todo a su cuarto, situado en la parte superior del inmueble. Decidió, entonces, que el sillón de la sala era buena opción para dormir los próximos días, al menos hasta acostumbrarse a las muletas o conseguir quien pudiera cuidarla. Cenó un pan con manteca y dos salchichas que pudo cocinarse. Se durmió mirando un canal de aire, descalza y con el yeso apoyado en la mesa ratona.
Soñó que reptaba por un túnel oscuro. No tenía piernas, y sus brazos estaban podridos, llenos de costras y sangre seca. Reptaba cada vez más rápido, tal vez esperando ver una luz al final del túnel, pero éste se hacía cada vez más y más estrecho, hasta que quedaba atrapada, y se asfixiaba en el olor a podredumbre que emanaban sus brazos.
Despertó a media mañana, inmensa en la oscuridad aún del cuarto. Las cortinas estaban corridas y pasaba apenas una rendija de luz. Sentía en el ambiente un olor fuerte, muy fuerte. Corrió como pudo las cortinas, abrió las ventanas que daban a la galería y tiró un poco de perfume. Se tiró un poco encima también, al tiempo que decidió que ese día no tomaría ningún baño. Nadie iba a verla, por lo tanto no sintió que fuese un esfuerzo merecedor.
Continuó disfrutando de su libertad relativa. Su alegría desapareció a media tarde, mientras miraba una novela de origen centroamericano, al darse cuenta que por primera vez en la vida contaba con el tiempo para hacer absolutamente lo que desease, pero estaba limitada por su disminución física. Ese día comió una banana, medio paquete de galletitas Manón y dos vasos de agua. Miró mucha tele y durmió de a pequeños intervalos. Se despertaba acalorada y con el yeso que ejercía presión en su fractura, y picazón en su pierna. Deseó profundamente tener una aguja de tejer a mano, pero recordó con profunda pena que estaban guardadas en una caja arriba de su placard.
Así pasó una semana, pero María nunca lo supo. El tiempo para ella se detuvo entre huevos duros y Criollitas, entre programas de chimentos y noticieros, entre sueños turbadores y despertares acalorados. Fumó alarmantemente, hasta que se quedó sin cigarrillos. La luz había comenzado a picarle los ojos, así que decidió dejar la ventana cerrada permanentemente. El pelo se le había engrasado, los dedos de sus pies estaban pegajosos y olorosos, sus axilas desprendían un aroma que le recordaba al café molido. Se sentía más delgada, la ropa le holgaba por todos lados. Los víveres se terminaban y la basura se acumulaba. Y fue en la medianoche del octavo día, adormilada, encorvada y dolorida, que recordó que había faltado al control de su yeso. Pensó que, al despertar, pediría ayuda a su hermana Guadalupe, y finalmente se durmió.
Soñó que estaba metida en una pequeña cueva. Hacía mucho frío, pero la pierna le ardía. La miró, y vio un yeso negro de escamas que le llegaba a la rodilla. Al mirar más detenidamente, se aterrorizó. Cientos de gusanos blancos se arrastraban sobre su pierna. Desesperada, intentó arrancárselo, pero donde tocaba el yeso la piel sana se contagiaba, y ahí aparecía un nuevo yeso. Luchó, hasta quedar completamente cubierta, con el cuerpo ardiente y gusanos que se metían por su boca y sus ojos. Despertó gritando y llorando, y no pudo dormir más.
Cuando esa mañana se acercó, saltando, hacia la cocina, notó algo raro. El olor hediento había aumentado. Miró la bolsa de basura, y un escalofrío le recorrió la espalda. Sobre la negra bolsa, unos diminutos gusanos se arrastraban, pero al acercarse ella aún más para observarlos más profundamente, se quedaron quietos. Sintió que la estaban observando. Horrorizada, saltó lo más rápido que pudo hacia el teléfono, y marcó el número de su hermana, sin percatarse que el aparato estaba mudo. Se puso a llorar, recordando que no había pagado la factura. Tampoco lo había hecho con el gas, la luz, el agua. Tarde o temprano le cortarían todos los servicios, y ella quedaría sumida en la oscuridad, en la sed, y en el hambre.
Lloró, junto al teléfono, casi media hora. El cielo, nublado. había dejado caer algunas gotas, que luego se convertirían en grandes gotones, que darían lugar a piedras de granizo. La temperatura bajó, en esos escasos minutos, más de diez grados. María reaccionó, sabiendo que nadie haría las cosas por ella. Muleta en mano, fue nuevamente hacia la cocina, ató con arcadas la bolsa putrefacta, y se encaminó hacia la puerta. Buscaría a algún vecino y le pediría que llame a su hermana. Necesitaba ayuda. Y en el afán de llegar rápidamente a la puerta, no vio el agua que había entrado por una hendija de la ventana, resbaló estruendosamente, y se golpeó la cabeza con la punta de la mesa ratona. Perdió el conocimiento, y no supo nada más.



*


Guadalupe dejó a sus dos críos en el colegio y, mientras conducía su coche por la avenida Nazca, se preguntaba qué sería de la vida de su hermana. Hacía, al menos, un mes que no tenía noticias de ella. Al llegar a la intersección con la vía, de eterna barrera baja, tomó el celular y la llamó a su oficina. Preguntó por ella, pero la recepcionista, alarmada y confundida, le indicó que hacía unas semanas que no se presentaba en su lugar de trabajo. El gerente estaba furioso y, sospechaba, ya le habría mandado el telegrama acusándola de abandono de trabajo. Guadalupe se sintió sorprendida y algo preocupada. Sin embargo, siempre sintió que la recepcionista era bastante despistada; lo más probable era que estuviese confundiendo a su hermana con alguien más. Así y todo, al levantarse la barrera, dobló a su derecha y se encaminó hacia el bajo Flores, a la casa familiar en el barrio municipal.
Al llegar, la casa le transmitió inseguridad. Se veía tenebrosa, con sus largas ventanas cerradas. Tocó el timbre dos veces, como era su costumbre, y aguardó. Aguardó por un eterno minuto, y volvió a tocar, esta vez por un poco más de tiempo. Siguió aguardando. Llamó entonces al número de María, para oír a la operadora diciendo que estaba temporalmente inhabilitado. Volvió a insistir y, mientras lo hacía, vio el buzón, rebosante de facturas y volantes publicitarios. Se alarmó. Y lo hizo aún más al sentir como del interior, una bruma pestilente se escapaba por las rendijas.
Dos horas más tarde, un laborioso cerrajero destrabó la puerta, que se abrió con un chirrido. La bruma salió, avasallante y penetrante, invadiendo las narices del buen hombre y de Guadalupe. La casa estaba oscura, con la televisión encendida en una susurrante lluvia. El piso estaba pegajoso. Y en el centro de la habitación, junto al sillón y a la mesa ratona, María, delgada como un esqueleto, se encontraba desparramada en una extraña posición. Ella entera desprendía la bruma a podredumbre. Con arcadas, Guadalupe se acercó para observarla mejor, y al verla, se apartó y vomitó estruendosamente.



*


Se dice en los pasajes del barrio municipal de Flores que, en una de las casas de cuartos eternos y techos lejanos, una mujer fue encontrada muerta en la oscuridad. Tenía el rostro desencajado e hinchado, los ojos abiertos como dos globos, y la cabeza partida. Su cuerpo, retorcido, descansaba en un pegajoso charco de sangre y basura. Tenía las manos negras, llenas de costras de mugre y sangre seca. Y en la pierna, hasta la rodilla, negro, lleno de escamas y cubierto por gusanos blancos, un yeso.-

2 comentarios:

  1. nooooooooooooooooo... que historia mas siniestra... todos los cuentos van a tener este onda???

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  2. no, creo que no. veremos que irá saliendo del intelecto.

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